Él se rompió entero. Fue un miércoles, fue una tarde, fue un conjunto de palabras congeladas de frío. Y romperse es rearmarse, tratar de juntar los pedazos y empezar a hacer lo que del futuro se quiere conseguir. Porque no hay futuro sin presente, y aunque las bestias se escondan en los rincones de la mente, no se puede construir sobre el hielo, no se puede sentir sobre la nada misma.
Entonces buscó las razones de todo lo que hacía, buscó el bienestar detrás del dolor, escondido entre las tinieblas de lo que el sentimiento empuja. Juntó todas las palabras que alguna vez escribió, juntó lo que había publicado y lo que había quedado guardado en un librito para dos. Encerró fotos en cajas de tiempo y cartas en botellas con corchos de memoria y pensamiento. Escondió emociones en su piel, con formas de tatuajes y cicatrices, con formas y nombres propios. Y puso en un hornito de vela las cascaritas de lastimaduras que juntó con los años junto a unas gotas de agua para que empezara a evaporar la esencia de sí mismo y minutos después el humo empezó a aparecer. Ese niño kamikaze, ese don de fluir, ese entregar hasta el último momento, todo eso fue derecho a pañuelos de tela que se llenaron de su fragancia y fueron directo a una bolsa hermética. Y escuchó canciones que lo hacían pensar en el amor, escuchó palabras que le decían que la buena noticia era Ella, sobre dar todo, de proteger a quien se ama aunque no se pueda escapar del dolor, acerca de algo en su sonrisa.
Después lloró. Derramó lágrimas de pimienta y sal que lastimaron sus ojos, que lo hicieron no volver a ver las cosas de la misma manera. Sabía que no era la mitad del hombre que había llegado a ser. Y pensó en ayer. Juntó las lágrimas en un sobre, con destino a dónde había dejado su corazón. Y se abrazó al silencio para tener consuelo.
Para calmarse buscó una hoja cuadriculada y armó un crucigrama con todas las palabras que alguna vez había escrito. Nombro los siempre y las nubes, las almas y los puentes que había querido contar, los personajes que habían nacido de su alma y que convivieron en su realidad. Nombró a Alicia, fundamental para explicar su país. Escribió todas las palabras que se escondían de los lectores también, porque esas eran las más preciadas. Y sabía, sabía que ente todas esas palabras se iba a leer un solo nombre, se iba a conjugar un solo tiempo verbal. Y sabía, en ese momento, que tenía que escribir, por fin, la última palabra.
Tomó asiento, una birome. Se sentó recto. Respiró profundo, porque el aire nunca es suficiente en los pulmones llenos de humo. Escribió. Y la tinta se mezclaba en la hoja como gotas, como sudor cayendo por el cuerpo de quien teme y se olvida que toda vida está llena de palabras. Y cuando terminó de vomitar letras y acentos se dio cuenta que solo veía un nombre, aquel que no podía repetir, aquel que se ocultaba.
Y guardó todo dentro suyo. Lo acunó suavemente en el pecho, como si fuera un hijo, como si fuera un deseo, como si fuera otro imposible más que tenía que aceptar. Y se recordó a sí mismo que eso es todo lo que tiene, y es todo lo que hay.